lunes, 2 de junio de 2008

Reflexiones en voz alta (I)


Me encontraba hace pocos días leyendo un artículo de uno de esos nuevos aficionados que se llaman a sí mismos literatos o periodistas, lo que más les plazca en el momento, cuando mi mente, que no pasa una, recordó (no por casualidad) a cierta persona de cuyo nombre no quiero acordarme.

Y es que en dicho artículo cambiaban lo por le y le por la. Fíjense que si juntamos estos pronombres aparece un divertido juego de palabras que los define bien: lelos y lelas.

Mi memoria, que, aunque traicionera a veces, no me suele fallar, me trajo imágenes de mi persona (unos años más joven) estudiando la diferencia entre el objeto directo y el indirecto. Y no se salten el paréntesis, que aunque sea información adicional, en este caso es muy importante. Era más joven, me encontraba en la época del colegio o el instituto, no puedo concretar ya que para mí fueron toda una. Y no estudiaba moda, ni música, ni cine, ni arquitectura. Estudiaba cosas básicas como son la diferencia entre un directo y un indirecto y que dos más dos son cuatro.

¿A que ustedes no creerían la palabra de un matemático que no sabe hacer la sencilla cuenta de 2 + 2 = 4? Pues lo mismo le pasa a uno con estos periodistas, sean de moda o de música, que al ver que no saben diferenciar los complementos (complementos de lengua, no de ropa, no vaya a ser que algún ignorante se me pierda), duda mucho de sus capacidades para dicha moda o dicha música.


Así pues, nada de lo escrito en aquel artículo (por llamarlo de alguna manera) me resultó verosímil, pues sólo me pude fijar en que el verbo adorar implica, por su propia naturaleza, un objeto directo, ya que has de adorar a algo o a alguien y, por tanto, tendrá que ir, si es que es un pronombre el que lo acompaña, con un lo o un la a su vera, pero nunca con un le.

Qué injusta es la vida, Cervantes se quedó con una mano y éstos tienen dos.

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